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miércoles, 31 de octubre de 2007

HOMENAJE A ÁLVARO PARADELA. MI AMIGO AMARO.

Por Agustín González Morales

Tengo que chillar. Aunque nadie me oiga. Con rabia no contenida.

Este verano regresé a Freixeiro a pasar unos días, y me volví a topar con la Plaza de Álvaro Paradela y el pésimo estado de conservación (o el excelente estado de no conservación) del monumento en su recuerdo que precise ese lugar. Véase la foto de mi amigo Paco Sardiña. Sobra explicar. Digo que me volví a topar… luego se deduce que lo había visto con anterioridad. Sí, tres años antes. Y ya estaba así. Pintarrajeado. Chatarreado. O peor.
Me desgañito reclamando que se adecente el monumento al escritor y médico que, entre otros méritos –pocos lo saben– creó la palabra “Ferrolterra”, tan usada hoy en muchos logotipos. Un escritor bilingüe del castellano y del gallego, que escribió en los diarios en gallego, cuando nadie osaba escribir en gallego en los diarios. Chillo, pues. Porque la razón me asiste.

Me honra y me enorgullece haber sido vecino de don Álvaro. Y vecino privilegiado, pues yo vivía con mis padres en el bajo de la casa que hay al lado de aquélla donde tantos años estuvo la peluquería de Eliseo. Don Álvaro vivía en el segundo piso. Después se mudó unos números más allá, precisamente donde hoy Eliseo tiene su peluquería.
Conocí, pues, a don Álvaro desde mi infancia más tierna. Con apenas seis años me salvó el ojo izquierdo sobre el que impactó una flecha, hecha con la varilla de un paraguas, que, jugando a arcos e indios, me lanzó uno de mis amigos, a la sazón el jefe comanche. También me amañó un buen tajazo que me hice en un brazo con el filo del retrete –sí, del retrete– que partí al caerme de espaldas, tras resbalar mientras me duchaba. Sean estas lembranzas un botón de muestra del médico rural que fue don Álvaro. Pero, si por esta faceta de menciñeiro fuera, no estaría aporreando como un venado la puerta del concejal de cultura del ayuntamiento de Narón. ¿O es otro el portón que debo empeñarme en derribar?
Lo que realmente me impactó de don Álvaro (o Amaro Orzán, su pseudónimo que a veces abreviaba con sus iniciales A. O.) fue que, a mis dieciséis años, se ocupó en enseñarme a escribir. Yo, un crío iluso, con las cáscaras del cascarón todavía verdes, casi sin romper. Él, sexagenario, perdiendo el tiempo con un chaval imberbe, corrigiéndole versos y poemas que hoy me ruborizan, matizando mis cuentos y relatos que, faltos de todo menos de entusiasmo, paría creyendo que valían: ¡Qué osado! ¡Qué joven! ¿Acaso hay diferencia?
Recuerdo como le entregaba hojas con algo de mi cosecha, y él, a lo más al día siguiente, me las devolvía pespunteadas con sus anotaciones en esa, minúscula y difícil de entender, letra de médico (lógico) que tenía. También solía darme poemas suyos, recién paridos, como “pan crujiente acabado de hacer” según sus propias palabras, donde me explicaba la métrica, sus rimas y bordones, la técnica que había utilizado, el ritmo…
–No sólo hay rima, Agustín. Hay ritmo. Hay también que “ritmar”. ¿Comprendes?
–Sí, don Álvaro, pero el ritmo me sale solo.
–¡Cuidado con melodías pegadizas!

Prometo continuar hablando de don Álvaro en esta entrañable revista. Por ahora es suficiente para despertar la conciencia de quien debe encargarse de arreglar el monumento que preside la plaza de Álvaro Paradela.
Para terminar, a continuación extraigo un texto de él, de mi amigo Amaro (así comenzaba mis cartas: jugando con el ritmo de la aliteración entre amigo y amaro). Es un relato vigente –como todo lo que salió de su pluma– que ya entonces, en mi juventud, me llamó la atención.


LAS GAFAS

El mundo es hermoso y natural. Yo así lo veía y sentía de niño.
Las nubes, los árboles, los pájaros, frutos que vuelan, la playa y la mar y los barcos… El sol en los prados.

Yo, si en la aldea, me sentía libre y errabundo. Y libre y errabundo en las calles silenciosas y dormidas de mi Coruña natal.
Usaba y veía las cosas, veía a los otros niños, a la vida, a todo, en estado de naturaleza. Más o menos sincera pero sencilla. Aun la naturaleza tocada por el hombre. Y la naturaleza toda era tan sorprendente como maravillosa.

Pero Amaro empezó a ir a la escuela.
– ¡No, no es así…! ¡Así, es así, hombre…!, –el pedagogo barato pero de pago.

Y Amaro cursó bachiller.
– ¿Con qué gafas deformadas ve usted, sr. alumno, las cosas?, –los catedráticos, mentalidad oficial, cursilones.

Y Amaro cursó estudios superiores en Compostela.
– ¡No, no es así, sr. Orzán. Según Aristóteles, según Darwin, según Rosenthal, según Erlich…!

Y surgió una guerra. Según su pecho juvenil, sin sentido. Paranoica. Paranoica y esquizofrénica. La propaganda de ambos bandos beligerantes coercía, gritaba imperiosas razones urgentes.

Etc.

Y Amaro se pasó toda la vida con las gafas que maestros, curas, catedráticos, profesores, libros, prensa y publicidad quisieron imponerle.

Y Amaro no veía las cosas con sus propios ojos. Es decir: desnudas, al natural. Como son.

Gafas de cristales emanciamórficos, de cristales de color semioficial y oficial, gafas ensuciadas por docenas y docenas de prejuicios, de modas, se las acabalgaron en las narices.
– ¡Tonto, maldito… Has de ver la vida así!
– ¿Así. Precisamente así? ¿Por qué?
– Así. Precisamente así.

(Tengo la impresión, al hacer balance, doblada la cincuentena, de que yo, A. O., he sido A.O. solo parcialmente. Como lo es un can encadenado. Como ve el mundo un caballo con anteojeras).
Ahora, en todo y de todo, yo no veo nada claro.
Y de usar gafas impuestas, que no me van, en los ratos de soledad e intimidad, ¡qué dolor de ojos, qué dolor de cabeza!

(Extraído de su cuaderno “Ontes é hoxe aínda”. 1967)