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miércoles, 31 de octubre de 2007

LA FAMILIA, COMUNIDAD EDUCADORA

El derecho ¡y el deber! de los padres a la educación de sus hijos es inalienable (no puede ser arrebatado por ninguna autoridad). Es original y primario, o sea, “anterior a cualquier otro derecho de la sociedad civil y del Estado y, por tanto, inviolable por cualquier potestad terrenal” (Pío XI: “Divini illius Magistri”, n. 16)
Una vez bien establecido que la función de la familia es insustituible como primera y principal comunidad educadora, es preciso convenir en que la educación completa de los hijos (en especial en el campo de la enseñanza) exige unos conocimientos y unos recursos técnicos y materiales que ninguna familia podría superar. Así pues, la tarea educativa requiere la cooperación de toda la sociedad, pues el ser humano tiene también una dimensión comunitaria, civil y eclesial. Fruto de esa colaboración ordenada de todas las fuerzas educativas, con su competencia y contribución propias, será la consecución de una formación integral de las personas, un “perfeccionamiento intencional de sus facultades específicas”, que eso es la educación.
Pero todo ello respetando el principio de subsidiariedad: “una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior (como la familia, por ejemplo), privándola de sus competencias…” (Pío XI: “Centesimus annus”, 48 y CEC, 1882).
El Estado tiene la obligación de asegurar el acceso de todos los ciudadanos a la educación y a la libertad de enseñanza (de modo que los padres puedan elegir según su conciencia las escuelas para sus hijos: Gravissimum educationis, 6 y CEC, 2229).
A la Iglesia corresponde el oficio de enseñar, parte esencial de la misión que ha recibido de Jesucristo (CEC, 871 ss), y uno de los medios más eficaces para colaborar en la misión familiar de educar a los jóvenes como Hijos de Dios es la creación de escuelas en que la formación esté animada y orientada por el espíritu cristiano, y se procure una formación integral, informada por los principios y valores cristianos, conforme a las enseñanzas de la Iglesia (CIC, c803 y c807).
Pero, volvamos ya a la familia, educadora primigenia y principal de los hijos:
“Es deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra, personal y social de los hijos” (Vat II, Familiaris consortio, 23 y 25). Precisamente, la gracia propia del Sacramento del Matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su indisoluble unidad y a acoger y educar a los hijos, según la “Lumen gentium”, 11 y 41)
Medio fundamental para crear la comunión de personas en la familia es el intercambio educativo entre padres e hijos, donde cada uno da y recibe (Gaudium et Spes, 48).
La tarea educativa de los padres ha de tener presente que la formación en el hogar se basa más en el ejemplo y en el “clima” familiar que en enseñanzas formales o en la mera indicación de normas (CEC, 2223). Propio del “clima de familia” es el saber contar con la debilidad propia y la ajena; es decir, saber reconocer los propios errores o defectos, saber pedir perdón y perdonar rápidamente, y ayudarse a rectificar las conductas descaminadas (CEC, 2227).
En suma, los aspectos esenciales de la ocupación educativa de los padres se resumen en: la formación para la libertad, la formación para el amor y la formación en la fe.
En cuanto al primer aspecto, es preciso advertir que la libertad no consiste en la simple posibilidad de elegir arbitrariamente, sino en la capacidad de ser dueño de sí, de gobernarse a sí mismo para dirigirse al bien (CEC, 1730 ss): es preciso, pues, educar a los hijos para el correcto uso de la libertad, mediante el aprendizaje de las virtudes humanas (prudencia, justicia, fortaleza, templanza, sinceridad, generosidad, laboriosidad, etc.), que disponen rectamente para el bien, porque están enraizadas en las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad). Todas ellas elevan y perfeccionan la libertad humana, con la gracia de Dios, y ayudan a llevar un estilo de vida sencillo, alegre y austero, sabiendo que el ser humano “vale más por lo que es que por lo que tiene” (Gaudium et Spes, 35).
El empeño consciente y concreto por conservar en el hogar un estilo cristiano de vida prepara a los hijos para ejercer responsablemente su libertad y para no dejarse arrastrar por la demoledora influencia del ambiente adverso, lleno de leyes anticristianas (divorcio, aborto, matrimonios extraños, etc.).
Pasando al segundo aspecto, advertimos inmediatamente que un componente fundamental de la educación es la capacitación para el amor verdadero, especialmente eficaz y necesaria en la niñez, etapa en la que es preciso ir modelando el carácter, y conseguir poco a poco el dominio y la autoestima, para conducir rectamente las inclinaciones y el respeto hacia las personas del otro sexo. En una sociedad como la actual, llena de conflictos, de tensiones y de egoísmo, la familia es la única comunidad que encierra en sí la capacidad de transmitir el verdadero significado del amor, frente a las deformadas imágenes que hoy se difunden por los más diversos cauces: “La comunión y participación vividas cotidiana mente en la casa, en los momentos de alegría y en los de dificultad, representan la pedagogía más concreta y eficaz para la inserción activa, responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más amplio de la sociedad” (“Familiaris consortio”, 37). La familia es el medio natural para la asimilación de las actitudes capaces de hacer comprender la vocación al amor y responder a ella, ya sea por el camino del matrimonio o por el del celibato, siguiendo el don recibido de Dios: son las dos grandes vocaciones del ser humano. Tiene especial importancia la educación en la virtud de la castidad, indispensable para conservar la capacidad de amar rectamente. Junto a ella, una delicada y clara educación sexual (exclusiva de los padres) (“Familiaris consortio”, 37).
Terminamos con unas líneas sobre el tercer aspecto citado: la educación en la fe, considerando que todas las dimensiones de la formación del ser humano quedan asumidas y reciben su sentido pleno en la condición de hijos de Dios, que corresponde a cada persona.
La formación en la fe intenta que los cristianos se hagan más conscientes, cada día, del don de la fe recibida en el Bautismo, aprendan a tratar a Dios como hijos y se comprometan seriamente, de manera personal, en buscar la santidad, plena madurez cristiana, a la que Dios ha dirigido una llamada universal (“Gravissimum educationis”, 2).
A los padres, primeros evangelizadores (“Lumen Gentium”, 11), corresponde educar a sus hijos en la fe, mostrándoles que todos los valores humanos verdaderos alcanzan su plenitud en Cristo (“Familiaris consortio”, 39).

Francisco García Purriños
Doctor en CC. de la Educación
Orientador Familiar